Música para leer, Vol. 3
Te invitamos a releer algunos fragmentos de las grandes obras literarias acompañadas por una selección musical exactamente cronometrada para que coincida con tu lectura y te sugiera nuevos recorridos imaginarios.
En esta tercera entrega, el texto seleccionado es Verano, escrito por Albert Camus en 1954. La duración aproximada tanto de la lectura como de la música es de 12 minutos, 57 segundos.
- Las canciones
– The Rolling Stones (1967), Gomper
Las ciudades africanas que bordean el mediterráneo tienen para los artistas europeos un encanto único. En 1967, los Rolling Stones pasaron una calurosa estadía en Marruecos en busca de nuevos sonidos. Gomper, del disco Their Satanic Majesties Request, fue una de las canciones que surgió de esa estadía. Una pista que incorpora instrumentos no convencionales, arreglos de cuerdas y ritmos africanos
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– Yasmine Hamdan (2017), Douss
Esta fascinante cantante libanesa fue una de las primeras artistas independientes en el mundo árabe que trascendió de la escena underground. Radicada actualmente en Paris, Hamdan se destaca por el uso de texturas melódicas arabescas que se funden con delicados patrones rítmicos electrónicos logrando generar climas poco usuales para el oído occidental.
– Benjamin Biolay (2001), Un éte sur la côte
Casi susurrando su canto, Benjamin Biolay nos lleva a una tarde de verano frente al mar. El sonido de las olas danzando con la arena, el sol que comienza a bajar y dos amantes que viajan a la década del 30´. Con un clima perfecto para terminar un viaje veraniego, este crooner francés concluye su primer disco de 2001 cargado de la más pura tradición chanson francesa.
2. El texto
Alber Camus, El verano
“Si el viajero llega en verano, la primera cosa que tiene que hacer es, evidentemente, ir a las playas que rodean las ciudades.
Allí verá a las mismas personas, pero más deslumbrantes, por ir menos vestidas. El sol les da entonces soñolientos ojos de animales grandes. Desde este punto de vista, las playas de Oran son las más bellas, ya que la naturaleza y las mujeres son más salvajes.
En cuanto a lo pintoresco, Argel ofrece una ciudad árabe, Oran una ciudad negra y un barrio español, Constantina un barrio judío. Argel tiene un collar largo de bulevares junto al mar; hay que pasear por ellos de noche. Oran tiene pocos árboles, y, en cambio, sus piedras son las más bellas del mundo. Constantina tiene un puente colgante en el que uno pide que lo fotografíen. Los días de viento fuerte, el puente se balancea por encima de las profundas gargantas del Rummel y, allá arriba, se tiene sensación de peligro.
Le recomiendo al viajero sensible, si va a Argel, que beba anís bajo las bóvedas del puerto; que por la mañana coma en La Pécherie pescado recién traído, asado en hornillos de carbón; que vaya a escuchar música árabe en un cafetín de la rué de la Lyre cuyo nombre he olvidado; a las seis de la tarde que se siente en el suelo al pie de la estatua del duque de Orleans que hay en la place du Gouvernement (no por el duque, sino porque pasa mucha gente y se está bien allí); que vaya a comer al restaurante Padovani, que es una especie de dancing sobre pilotes, junto al mar, donde la vida resulta siempre fácil; que visite los cementerios árabes, en primer lugar para encontrar en ellos la paz y la belleza y, a continuación, para apreciar en su justo valor las espantosas ciudades a las que enviamos a nuestros muertos; que se fume un cigarrillo en la rué des Bouchers, en la Kasbah, entre ratas, hígados, mesenterios y pulmones ensangrentados que gotean por todas partes (se necesita el cigarrillo, porque esa Edad Media tiene un olor fuerte).
Por lo demás, hay que saber hablar mal de Argel cuando se está en Oran (insístase en la superioridad comercial del puerto de Oran), reírse de Oran cuando se está en Argel (acéptese sin reservas la idea de que los oraneses «no saben vivir») y, en todos los casos, reconocer humildemente la superioridad de Argelia frente a la Francia metropolitana. Hechas estas concesiones, se tendrá la ocasión de advertir la superioridad real del argelino frente al francés, es decir, su generosidad sin límites y su hospitalidad natural.
Y aquí es quizá donde podría cortar toda ironía. Después de todo, la mejor manera de hablar de lo que se ama es hablar a la ligera. Por lo que se refiere a Argelia, siempre he tenido miedo de pulsar esa cuerda interior que le corresponde en mí y cuyo canto ciego y grave conozco. Pero al menos puedo decir que es mi verdadera patria, y que en no importa qué lugar del mundo reconozco a sus hijos y hermanos míos en esa risa amistosa que se apodera de mí cuando me encuentro con ellos. Sí, lo que yo amo de las ciudades argelinas no se separa de los hombres que las pueblan.
Esa es la razón por la que prefiero encontrarme allí a esa hora de la tarde en que las oficinas y las casas vierten en las calles, todavía a oscuras, una multitud charlatana que acaba dirigiéndose hacia los bulevares, junto al mar, y que allí empieza a callarse, a medida que llega la noche y que las luces del cielo, los faros de la bahía y las farolas de la ciudad confluyen poco a poco en la misma palpitación indistinta, empieza a callarse. Todo un pueblo se recoge así al borde del agua, mil soledades brotan de la multitud. Entonces comienzan las grandes noches de África, el exilio regio, la exaltación desesperada que aguarda el viajero solitario…
No, decididamente, ¡no vayáis allá si os notáis tibio el corazón y si vuestra alma es un pobre animalito! Pero para quienes conocen los desgarramientos del sí y del no, del mediodía y de las medianoches, de la rebeldía y del amor, para aquellos, en fin, que aman las hogueras ante el mar, hay allá una llama que los espera”.